Hoy apenas se lee poesía. ¿Por qué?
Acaso los poetas con su afán de misterio; o tal vez los lectores siempre esclavos del tiempo o los libros de texto de nuestros estudiantes, vacíos los espacios que fueron en su día como nidos de versos recitados.
Tenemos los poetas que escribir para todos; no solo para el círculo cerrado de nosotros, de nuestros modos nuevos, de las corrientes poéticas que nos arrastran y nos llevan a perder el contacto con aquellos que buscan en nosotros algo más que acertijos con palabras al aire.
Eso quiere este libro; dar al lector lo suyo; lo que pide. Algo que le sirva de vianda para el largo camino. Porque el poema es eso: como un simple remedio cuando ya todo es nada o un soplo de esperanza, de paz, de amor y todo eso que siempre pregonamos con la magia del verso.
Yo ruego a mis lectores, si es que se acerca alguno, que me digan las cosas aunque no sean gratas, para que el verbo fluya con nitidez y llegue lo mismo al erudito que al humilde iletrado o que al mismo poeta si se para en mis versos.
Un libro de versos debe ser como una exquisitez literaria; eso que ahora –aplicado a la gastronomía– llaman delicatessen; breves y deleitosos.
Cuando el lector se implica en el poema y cae en sus redes, se convierte, sin saberlo, en un segundo autor de pensamientos que tal vez el poeta no acertó a trasmitir.
Y cuando no se forma esa complicidad del lector con el verso...
Ya lo digo en otro poemario en uno de sus poemas:
“...el corzo cierra el libro de las horas/ y se va hacia el olvido...”
El corzo es el lector doliente, defraudado que no encuentra en el verso esa bocanada de viento que le quite la sed.