En 1962, Covadonga era una adolescente apasionada que nadaba con fruición para embridar su caos hormonal y una ansiedad que se le esfumaba con solo adentrarse en la mar. El pueblo de pescadores donde pasaba el verano se le antojaba como el último rincón del universo, ya que parecía estar anclado hacía muchos siglos en un microcosmos impregnado de un tedio espectral y desolador donde a una joven de su talla solo le quedaba como meta soportar las vacaciones estivales esperando un milagro.
Entonces, un acontecimiento de «dimensiones marianas» vino a trastocar la rutina habitual del lugar, cuando se corrió la voz de que Franco arribaría al puerto a bordo del yate Azor. Covadonga fue una de las candidatas a entregar un ramo de flores al «invicto general». Y ahora, en el ocaso de su vida tras verse obligada a abandonar París huyendo de un depravado vecino que le hacía la vida imposible, rememora su apasionado amor de verano con un joven marinero. Este romance supuso un incendio emocional en su vida y el acto fundacional con el que comenzó a empoderarse como mujer, a medida que iba evidenciando la superlativa estupidez de los hombres en lo tocante a las mujeres, al poder, al dinero, al sexo y otras fruslerías de no menos enjundia.