Por aquel entonces se trabajaba en el campo, en la huerta, cuando se podía, o en apenas nada. En cualquier sitio dónde se necesitara un obrero.
Ana y Eduardo tuvieron cuatro hijos, con tan sólo dos años de diferencia entre ellos. Ya no les daban comida ni nada fiado y Eduardo tuvo que ir desesperado a las oficinas de desempleo. Le salió un trabajo en Alemania, con el que pagaría todas sus deudas. Él se despidió de su familia y partió a Alemania. Cada final de mes, mandaba a su mujer casi todo lo que ganaba para que pagara y le siguieran dando comida en las tiendas.
Al poco tiempo de estar en Alemania, quiso la fatalidad que tuviera un accidente del cual no salió vivo. Ana recibió la noticia por un telegrama urgente. Lloraba y no sabía por dónde tirar, no tenían ni para comer. Gracias a los vecinos, que se volcaron para ayudarla, pudieron preparar el funeral de su marido. A los pocos años, Ana trabajaba limpiando en casas de señoritos, pero tuvo un nuevo percance: su hija mayor, Ana María, fue con todos sus hermanos a la feria de un pueblo cercano. Y el pequeño de los cuatro hermanos, el único varón, se perdió. Así empezó un nuevo calvario de 30 años de búsqueda.
El autor, Juan Salgado Soto, escribe estas cuatro líneas acerca de su vida para contarnos que el deseo de su vida siempre ha sido estudiar y aprender todo lo que podía, sin embargo, no pudo hacerlo porque era el mayor de nueve hermanos y, por desgracia para él, tuvo que trabajar para ayudar a sus padres y sacar adelante a su gran familia.
Le gustaba leer historietas de El Jabato y el Guerrero del Antifaz y novelas de Marcial Lafuente Estefanía, con las que aprendió a leer por propia voluntad. Mientras, trabajaba en el campo, como albañil, en pintura y, hasta su jubilación, como mecánico. Actualmente, dedica su tiempo libre a escribir historias, lo que confiesa que le hace muy feliz.
Su primer título publicado fue Mentes cautivas (2011, UNOeditorial).