Transcurrían los cursos en Espinareda con la paz tradicional de los cenobios y con el orden que preside toda obra perfecta, con lo cual el aprovechamiento de los chicos era notable, creciendo a la par en ciencia, en fortaleza y en bondad. Bajo el lema “ora et labora”, nuestro Lorenzo superaba las humanidades, el latín y los rudimentos de filosofía, que le abrirían las puertas del seminario asturicense de par en par. Pero alguna vez, olvidando la sentencia sabia, tenía que hacer alguna de las suyas, como ocurrió en el día de Inocentes en el que, como es sabido, gobierna las casas religiosas uno de los jóvenes más pequeños de la Comunidad, gozando de una libertad extraordinaria, aunque limitada, claro es. Entonces, como ahora, recibían las comunidades muchos obsequios por las fiestas de Navidad, siendo uno de los que llegó a Espinareda un pavo hermosísimo que con visibles muestras de satisfacción, recibió el portero, llevándolo al corral del monasterio, donde lo fue a buscar en poco tiempo nuestro estudiante que, disfrazándose lo mejor que pudo y saltando las tapias monacales, se presentó en la portería para entregarlo como un nuevo regalo que el simplicísimo guardián recibió con mayor alborozo, llevándolo de nuevo al corral, de donde por segunda vez lo volvió a sacar, presentándolo de nuevo con distinto disfraz al lego de la portería, que por lo que se ve, era tan sencillo e infeliz como aquel Santo Junípero, compañero inseparable del serafín de Asís. Y así hubiera seguido infinitas veces si el portero, ya un poco escamado, no hubiera ido a contárselo al prior, que descubrió la treta del colegial, si no es que la amparaba él mismo, para mayor asombro del inocente monje y divertimento de la comunidad.
