¿Recuerdas a Morfeo de Matrix?
Yo le imagino ofreciéndome las pastillas más famosas de la historia del cine, la azul o la roja, y diciéndome casi lo mismo que a Neo:
«Esta es tu última oportunidad, después ya no podrás echarte atrás. Si tomas la pastilla azul, fin de la historia. Despertarás en tu cama y creerás lo que quieras creerte… que no podías, que no sabías… que no entendías por qué a ti… Si tomas la pastilla roja, despertarás en el país de las maravillas, y yo te enseñaré hasta dónde llegan las madrigueras de conejos. Recuerda, lo único que te ofrezco es la verdad. Nada más».
Vivimos en un mundo obsesionado con las certezas, con lo programado, con lo que se puede medir, predecir o detectar. Cada día es más complicado conseguir una vida apasionante, salteada de sobresaltos y estímulos, desprogramada, que nos pida decidir y apostar y que nos permita demostrarnos nuestro valor verdadero.
Pero, de vez en cuando, a estos pequeños seres a los que nosotros mismos llamamos humanos, nos llega la oportunidad de lo trascedente, de vivir en lo que nos supera y de superarnos tratando de vivirlo. De vez en cuando el destino nos ofrece un trago de vida, nos reparte las cartas y nos invita a jugar.
Quizás te toque un día sentarte con Morfeo y recibir «una oportunidad de vida» con los ojos rasgados como por una puesta de sol y con los meñiques ligeramente torciditos. Si te sirve, nosotros elegimos la pastilla roja y ahora sentimos que nuestra vida es más nuestra, y —quizás— que estamos un poco más vivos.
Recuerda, lo único que te ofrezco es nuestra verdad. Nada más.
Los otros protagonistas:
María, artífice de vida y vida diaria de Emilie. Artista principal en una «obra» que jamás hubiera querido representar, pero a la que abrazó desde el principio y a la que cubrió de amor y entrega hasta convertirla en la «obra de su vida».
Alejandro: discreto, noble, leal y cariñoso. Interior hasta para llegar a preguntarse si, efectivamente, Dios tiene síndrome de Down.
Alma: fantástica, vitalista, cautivadora, inclusiva. Natural como para preguntarme, con diez años, por qué soy capaz de distinguir a una persona con síndrome de Down.
Nací en una casa llena de libros aburridos que, todavía hoy, me siguen pareciendo aburridos. De niño y de joven, apenas leí porque nadie me puso en las manos algo capaz de enamorar a un niño o a un joven de mi tiempo.
Ahora, de mayor, tampoco leo mucho, quizás porque no lo hice de niño.
Aunque siempre fui capaz de vivir en realidades nuevas, fantásticas y dramáticas, nunca fui tan creativo como para llegar a describir mundos paralelos. No recuerdo si de pequeño hablaba con personajes que solo existían en mi mente, y aunque de mayor lo hago con cierta recurrencia, el único personaje que siempre responde soy yo.
No soy escritor, pero no creo que a ninguno que lo sea le vaya tanto en la escritura como a mí. Me encanta una hoja en blanco, extender suavemente las manos sobre un teclado y volar escribiendo. Me calma, me sana, me deja doblar las esquinas del cerebro a las que nunca les doy la vuelta, me trae y me lleva, y siempre me sabe a poco.
Solamente soy capaz de escribir sobre las cosas que me pasan, y como no tengo ni técnica ni preparación, escribo igual que hablo, igual que cuando cuento esas cosas que me encanta contar.
Cuando, hace diez años, nos dieron varios diagnósticos fatídicos sobre la vida futura de nuestra hija no nacida, tuve dos impulsos definitivos: conocer a aquella niña y contar todo lo que estaba viviendo.
Y empecé a escribir. Primero fue un email a los amigos, después las notas perdidas de una libreta, y, poco a poco, miles y miles de horas en trenes de largo recorrido y en otros espacios para el despiste. Me quedo con mis tiempos de estar conmigo a solas, de conocerme, de volver a vivir y a sentir siempre que lo he querido, y de encontrarle a todo el lado bueno.
Es raro: nada de lo que vas a leer es bonito de vivir, pero ha sido bien hermoso de escribir. Espero que te guste.