Nadie lo esperaba tan pronto. Mi hijo nació de repente, a las veintiséis semanas de gestación, con novecientos gramos de peso. Apenas ocupaba una de las manos de la enfermera cuando nos lo mostró, antes de meterlo en la incubadora. Así comenzó este trayecto, después descubriríamos la respiración asistida, el CPAP, el ductus, el método canguro, las infecciones, la retinopatía, la edad corregida. Los días interminables en el hospital, las noches de insomnio y preocupación. Aunque él insistía en quedarse en este mundo, envuelto en cables, vías y aparatos. Era incapaz de respirar y respiró. Se enfrentó a las infecciones, hizo un gran esfuerzo para digerir la leche. Cada gramo de peso que ganaba era una fiesta. La vida está en nosotros desde el principio. Esta historia es la historia de mi hijo, pero también la de Berta, la de Nairobi, la de Bruno y Joel, y la de tantos bebés prematuros que han tenido que pasar por esto. También es la historia del personal sanitario que salva muchas vidas, de las enfermeras y enfermeros que hacen de madres y padres cuando nosotros no estamos. Y es la historia de los bebés que se fueron aunque pelearon con todas sus fuerzas.
